miércoles, septiembre 21, 2005

¿A que te pego con el bolso?



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1 comentario:

Anónimo dijo...

De mucho intetrés, aunque se vaya del tema:

EL PROCESO REVOLUCIONARIO 1934.1936 Y LA ACTITUD DE LOS GOBIERNOS DE AZAÑA Y CASARES
(Presentación del libro “1936: el asalto final a la República”)

Actualmente está en marcha una campaña sobre las atrocidades de la guerra civil y la represión de la posguerra. Una campaña con mucho dinero público y que está produciendo gran número de libros, artículos, reportajes, congresos y comentarios en los medios de masas. Una campaña bien orquestada, aunque ello no significa que sea mala, pues también hay campañas para fomentar la higiene o la prudencia en carretera. Pero creo que ésta es mala, por cuatro razones. En primer lugar quiere reducir la cuestión de la guerra a la de la represión: a eso reduce su “memoria histórica”. En segundo lugar se centra en la represión practicada por las derechas, tratando de olvidar la de las izquierdas. En tercer lugar omite el terror entre las mismas izquierdas, que causó numerosas torturas y asesinatos. Finalmente quiere hacernos creer que uno de los bandos defendía la democracia, en concreto el del Frente Popular.
Por esto la campaña no ayuda a entender la guerra, y en lugar de recuperar la memoria recobra los viejos odios que, precisamente, llevaron a la guerra civil. Y por eso, también, conviene denunciar esta campaña, semejante a otras organizadas en los años 30 para envenenar la conciencia de las gentes, como decía Besteiro.
El debate en torno al terror en los dos bandos es trivial en un sentido: como vemos a diario, en las guerras ocurren atrocidades, porque la guerra es una situación extrema, en que la ley y las normas de convivencia habituales se derrumban, y cada bando lucha por su supervivencia. En esas condiciones se busca la victoria a toda costa, y los crímenes se vuelven inevitables, aunque puedan reducirse más o menos.
Por eso la cuestión principal para nosotros no radica en las disputas sobre quién mató más o menos, sino en saber cómo llegó a hundirse la legalidad y con ella la convivencia democrática. A esa cuestión he dedicado mis esfuerzos. Mis conclusiones, claro está, son discutibles, y lo sorprendente es que no hayan sido discutidas. En vez de discusión ha habido reacciones virulentas y fanáticas, realmente llamativas en un país democrático y al que se supone cierta tradición intelectual. Casi ninguno de mis contrarios ha leído mis libros, muchos se jactan de no tener intención de leerlos, y casi todos me replican con insidias personales o arguyen sobre el título de historiador, como si éste fuera expedido burocráticamente por ellos. Junto a eso, falsedades evidentes como que reproduzco la propaganda del franquismo, cuando mi investigación examina con preferencia la documentación de las izquierdas. No han faltado inquisitoriales llamamientos a la censura, aplicada en influyentes medios de masas al impedirme el derecho de réplica a sus ataques. Se trata de reacciones totalitarias que, junto con otros hechos, tranquilizan muy poco sobre el ambiente actual en España.
También se ha suscitado un seudo debate en torno a la fecha del comienzo de la guerra: 1934 o 1936. Según algunos profesores, decir que comenzó en 1934 es “franquista”. No dicen falso, sino franquista. Y decir que empezó en el 36 resultaría “progresista”, y da igual si cierto o falso. Bien, dejando a un lado etiquetas políticas, trataré de resumir el problema: en 1934 el PSOE y la Esquerra catalana, planearon una guerra civil, según consta textualmente en sus propios documentos; y la llevaron a cabo en octubre de ese año, alzándose contra un gobierno legítimo que respetaba la Constitución. El alzamiento fracasó, porque el pueblo desoyó los llamamientos a las armas, pero aun así dejó 1.400 muertos en 26 provincias. Fue mucho más que las insurrecciones anarquistas o el golpe de Sanjurjo, y aunque no cuajó como guerra en toda España, sí lo hizo en Asturias durante dos semanas, obligando a intervenir al ejército. Allí la lucha tuvo los rasgos de la de 1936, entre ellos la matanza de prisioneros y religiosos. Hubo, pues, una auténtica guerra en 1934, aunque se limitase a Asturias, quedando en el resto del país como una serie de episodios sangrientos. Gerald Brenan me dio la pista sobre su significado: “la primera batalla de la guerra civil”.
Y en 1936 hubo otro alzamiento, esta vez de las derechas. De él nació la guerra civil por excelencia, pues duró casi tres años y dejó cerca de 300.000 muertos. La pregunta es: ¿qué relación hay entre la minicontienda del 34 y la macrocontienda del 36? ¿Son dos sucesos independientes, como parece indicar el hecho de que el primero lo iniciase la izquierda y el segundo la derecha? Creo que estos libros sobre 1934 y 1936 prueban que se trata de un mismo proceso, e intentaré condensarlo brevemente.
Cuando el centro derecha ganó las elecciones por fuerte mayoría en noviembre de 1933, la Esquerra se puso “en pie de guerra”, Azaña y otros republicanos intentaron el golpe de estado, los anarquistas lanzaron su insurrección más sangrienta hasta entonces, los socialistas llamados bolcheviques barrieron dentro del partido al sector moderado y legalista de Besteiro, y prepararon la insurrección armada. Luego, muchos políticos e historiadores difuminarían estos hechos bien probados afirmando que el PSOE reaccionó así por temor a un golpe fascista de la derecha. Pero las fuentes historiográficas demuestran que ello es falso.
Así, en abril de 1934 Araquistáin, líder socialista e inspirador intelectual de la insurrección, escribía en la revista useña Foreign Affairs que en España no había posibilidad de un movimiento fascista. Y en la pelea interna contra Besteiro los promotores de la guerra adujeron su motivo real: ante un ejército casi desorganizado y unas derechas débiles y mal unidas era posible la victoria de la revolución socialista, para cumplir el programa máximo del PSOE mediante la dictadura del proletariado, es decir, del propio PSOE. La ocasión histórica debía ser aprovechada. Esta fue la verdadera causa del plan de guerra civil. La imaginaria amenaza fascista sólo sirvió para agitar a las masas. En cambio la amenaza revolucionaria quedaba bien patente.
Estas posturas de las izquierdas impedían la convivencia social, y venían dictadas por la convicción mesiánica y antidemocrática de que ellas representaban al “pueblo” o a la “clase obrera”, y las derechas a la “oligarquía”, votara lo que votase la gente. Si entonces siguió en pie la república, se debió solo a que la derecha no explotó su victoria para liquidarla, como habría hecho si hubiera sido fascista. Al contrario, la derecha defendió la Constitución, aunque le disgustase su tono anticatólico.
De haber rectificado las izquierdas después de su fracaso en el 34, aquella pequeña guerra civil habría sido muy distinta de la del 36. O, más probablemente, la del 36 no habría sucedido. Pero no hubo rectificación, como intento mostrar en este libro. En el PSOE, Besteiro volvió a ser marginado. Los bolcheviques del partido, dirigidos por Largo Caballero, volvieron a imponerse, aunque Prieto se alejó de ellos. Prieto buscó la alianza con el republicano Azaña para ganar electoralmente el poder, pero pensaba, desde él, transformar la república para impedir que la derecha volviera a gobernar. En el fondo intentaban construir un régimen similar al PRI mejicano, muy popular entre los republicanos de izquierda españoles. Esa política llevó a la formación del Frente Popular, alianza entre bolcheviques y republicanos de izquierda. En esas condiciones el proceso revolucionario, lejos de rectificarse, recobraba su ímpetu.
En las anormales elecciones de febrero del 36 el Frente Popular venció en diputados, aunque empató en votos, y de inmediato la ley empezó a imponerse desde la calle, extendiéndose la violencia por el país. Al respecto son casi unánimes la documentación y testimonios de la época, reproducidos en parte en este libro. Ningún historiador solvente, de derecha o de izquierda, lo discute. El debate se plantea en otro plano: ¿Qué habrían hecho los gobiernos burgueses de Azaña y Casares si el proceso revolucionario culminase en una nueva insurrección como en el 34? Muchos afirman que el gobierno habría aplastado la insurrección de sus aliados. Por tanto el golpe de las derechas habría sido injustificado, y además habría causado el estallido revolucionario de julio del 36.
He querido mostrar que tal interpretación no se sostiene. Un sector derechista minoritario pensó en sublevarse, asustado por el triunfo electoral de quienes habían asaltado la legalidad en el 34, pero la mayoría apoyó al gobierno. Creía que el burgués Azaña frenaría el empuje ultraizquierdista, y por ello pidió reiteradamente en las Cortes algo tan elemental como que el gobierno cumpliese e hiciese cumplir la ley. Para su desesperación, Azaña, y luego Casares, se negaron. Los líderes derechistas recibieron en el Parlamento insultos y amenazas de muerte que demostrarían no ser retóricas.
Este libro no se centra tanto en el bien conocido auge revolucionario de 1936 como en un aspecto mucho menos estudiado: la política del gobierno republicano, que, lejos de frenar aquel auge, lo estimuló. Azaña expuso su antidemocrática intención de no salir ya del poder, y, junto con Prieto, cometió una cadena de graves ilegalidades, desde la revisión de las actas obtenidas por la derecha en las elecciones a la politización de la justicia, pasando por la destitución del presidente de la república, Alcalá-Zamora. Así el impulso revolucionario desde la calle no era frenado, sino que se combinaba con la demolición de la legalidad desde el poder. Ante esta doble evolución, la derecha sólo podía rebelarse o aceptar “pacíficamente” su propia destrucción. Tras cinco meses de vanas esperanzas de cambio, se sublevó casi a la desesperada. El golpe de Mola fracasó y se convirtió en la guerra civil conocida.
Hay, por tanto, continuidad entre la guerra del 34 y la del 36, y es la continuidad del proceso revolucionario. Puede decirse que la contienda empezó en el 34 y se reanudó en el 36. En la primera fecha las izquierdas se alzaron contra un gobierno legítimo, invocando un peligro fascista inexistente; en la segunda la derecha se rebeló contra un gobierno deslegitimado por su sistemática conculcación de la ley. No fue la rebelión derechista la que desató la revolución, sino el gobierno, al repartir las armas a las masas, último y simbólico acto de demolición de la república.
Y de este modo fue hundiéndose la legalidad que permitía, mal que bien, la convivencia en paz en España. Luego vinieron las atrocidades que tantos dicen lamentar ahora, setenta años después.
La actitud de los revolucionarios y los republicanos nacía de la idea de que ellos representaban automáticamente al “pueblo” o a “la clase obrera”, y las derechas a la “oligarquía”. Por tanto, las izquierdas tenían una especie de hiperlegitimidad que les justificaba para impedir el gobierno de los “oligarcas” y para arrasar la ley en supuesto beneficio del pueblo. Por desgracia esta idea mesiánica, antidemocrática y en el fondo estúpida, sigue enraizada en nuestras izquierdas y en los partidos separatistas. Lo cual no permite mucho optimismo sobre la situación actual. PIO MOA