viernes, septiembre 16, 2005

Ayer me notaba con la lágrima fácil, de hecho me sentí un poco triste pensando en que jamás podré mamar 170.000 euros...; hoy -gracias al último artículo de Joan Barril- descubro que hay todavía quien está mucho peor que servidora...
No sé si les pasa a ustedes, pero hay un momento en el transcurso del año en el que cualquier pequeña cosa nos hace llorar. Este verano me ha sucedido a menudo. No es un llanto de tristeza ni de desesperación. Se trata de un llanto lento como el deshielo. Un llanto que lejos de mojar se limita a humedecer. No hay motivos aparentes para llorar, pero una mano más fuerte que la voluntad comprime la esponja que todos tenemos en el cogote y acabamos destilados en emoción. En estas etapas de llantinas imprevistas, la primera vez nos sonrojamos y hasta nos ocultamos detrás de una cortina o de la ficción de una supuesta risa idiota, porque ya es sabido que socialmente la risa es celebrada mientras que el llanto ajeno acaba incomodando a los que nos rodean. Pero cuando la lágrima deja de ser furtiva como en la ópera y se convierte en una costumbre estacional, la admitimos como el más querido fluido de nuestro organismo. La lágrima no es un proceso exclusivamente bioquímico. Ese agua salada es el resultado de la condensación de mucha vida anterior, de imágenes, valores, recuerdos que se precipitan de pronto con la sorpresa de no poder hacer nada para impedir su flujo. Vencer la inminente llegada de las lágrimas es más difícil que controlar la resistencia de los diques de Nueva Orleans. Si la lágrima llega, hay que dejarla fluir, recogerla en el hueco de la mano y saborearla como un bombón de vida.
Qué potito. ¡Snif! Emociona más que el culebrón de Frijolito...

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Has visto "Astrologiaecabala"?

David dijo...

Sí, lo vi y ya te di mi opinión en la profesía. :-P

Anónimo dijo...

Paso a verla.